I
Aún no recuerdo el momento cuando comencé a sentir que mi cabeza quería
explotar. El dolor era tan intenso que amenazaba con expulsar mis ojos. Nunca
antes había sudado de frío. Sin poder acurrucarme, me dejé menear por el ritmo
del autobús que trepaba los Andes rumbo a Puno, una de las ciudades con más
altura en América (casi cuatro mil metros sobre el nivel del mar), ubicada en
el altiplano Andino junto al lago Titicaca, más cerca del cielo y sus ángeles.
— Joven, mastique estas hojas…tenga más. Mastique y mastique, luego chupe,
así le pasará el soroche… ¡Pobrecito!... No se detenga, mastique y chupe; pero
no se lo coma ¡ja ja ja! —varios pasajeros reían, esa bulla entrababa aún más
mi cabeza; no quería abrir los ojos, tenía temor de que se salieran por el
palpitar del dolor y la agitación del pecho. La generosa señora me seguía dando
hojas de coca, hasta que me quedé dormido.
Cuando desperté ya habíamos llegado a Puno. El dolor de cabeza continuaba
pero no tanto como antes. Intenté caminar y casi me desmayo. La señora volvió a ofrecerme más coca, que
engullí con avidez. Con ayuda de otros pasajeros, la generosa compañera me bajó
del autobús casi a rastras. Balbuceando expliqué los motivos de mí visita a
Puno, y le di un papel con la dirección del lugar a donde debía llegar para
hospedarme. De pronto ya estaba sentado en un taxi… La hoja de coca vuelve a
calmarme un poco, solo así me esforcé en tratar de recuperar la compostura
limeña.
La generosa señora dirigía al taxista en busca de la dirección — ¡Qué bien
chacchas la hoja de coca!... aprendes rápido ¿o ya sabías? —me preguntó ella.
— No —le respondí sin decir más. Ahora la podía ver mejor; llevaba un
sombrero que adorna sus largas trenzas; el rostro bronceado por el frío
irradiaba una sonrisa libre y cautivadora, como los colores de su pollera. Su
nombre es María, como mi abuela.
— Ya llegamos joven, esta es la dirección… ¡Sea usted bienvenido a Puno! y
no se preocupe por el soroche, pronto pasará, ahora solo debe tomar un mate de
coca cada vez que se sienta mal; en unos días todo pasará.
Cómo agradecer a la señora María; al despedirnos, ella seguía dándome
recomendaciones para prevenir el frío y las lluvias; insistiendo en las
ventajas de las comidas puneñas: la cañihua, el chuño, maca, la carne de alpaca
y los pescados del lago. Yo solo la escuchaba con más gratitud. Busqué entre
mis maletas algún regalo para ella, pero no había algo apropiado; y lo dejé
pendiente para cuando la visite. Le pregunté dónde vivía… pero ya no estaba,
desapareció. La busqué con la mirada entre la gente, sin poder mover la cabeza
con brusquedad, por el dolor. Me parecía reconocer su sombrero, su pollera;
pero no era ella. El malestar del soroche me confunde aún más. Quizá la señora
María nunca existió y todo fue solo un efecto de la hoja de coca; pero ¡No!
¡Ella existe! quizá sea un ángel que,
por la cercanía, transita entre el cielo y los Andes… En mi habitación, durante
la noche, traté de recordar más de María; lo intenté también al amanecer, pero
su imagen se me iba con el soroche.
Las lagunillas que abundan en las extensas pampas amanecen cubiertas de
hielo por la helada; la temperatura en las noches puede llegar hasta más de
diez grados bajo cero. Durante el día, entre
las nubes se abre paso el sol. Llueve por momentos, pero el frío es implacable
con el forastero y arrecia sobre él, forzándolo a encogerse en sí mismo, como
para que se reconozca mejor.
II
Comprobé que la señora María tenía razón. Con sus recomendaciones y sin descuidar
mis actividades, en dos días comencé a
sentirme bien. Estaré en esta ciudad solo unos días más, lo suficiente para
cumplir con mi trabajo, que consiste en capacitar a funcionarios de la municipalidad,
así como a los dirigentes y líderes campesinos, para que juntos elaboren y
ejecuten con más eficiencia el Presupuesto Municipal. Esto es algo muy
novedoso, es una muestra de que el país está cambiando para bien. Los alcaldes
ya no pueden hacer lo que quieren con el dinero de la municipalidad, ahora tienen
que coordinar con la población. Por ese motivo visito varios centros poblados;
comunidades alejadas y negadas por el Perú oficial; pequeñas, como entumidas
para protegerse del frío y la frivolidad limeña. Ver y sentir la pobreza de los
más pobres y su entusiasmo por sobrevivir, me
provocan otro tipo de soroche, del cual aún no reacciono.
Por las tardes visito las plazas centrales de los pueblitos. Y, sentado en
una de las bancas, descanso esperando el autobús. Con asombro veo pasar las enormes nubes. Los
comuneros comentan sobre el tipo de nube
que pasa, algunas son de lluvia, otras de granizo; calculan hasta el
lugar donde caerá el aguacero. La gente de esos pueblos siempre se reúne en sus
plazas, hasta que comienza el chaparrón. A pesar de la pobreza, la modernidad
se asoma cada vez más a estos pueblos; ahora las polleras se matizan con los
jeans, y las casacas con los altos tacones de las señoritas. El celular y el
Internet son cada vez menos extraños para los hijos de los campesinos… En la
plaza no hay un solo árbol, dicen que la helada los mata. Queso, panes y
chicharrón de alpaca, son ofrecidos al compás de un huayno de “Isaurita de Los
Andes” la cantante de moda en Puno.
Rugen los truenos. Los rayos van cortando las espesas nubes y la torrencial
lluvia no se deja esperar. Saltando entre los charcos me guarezco bajo los
balcones. Por las calles los triciclos embalan a su destino y antes de perder
el autobús abordo uno de ellos. Pronto retornaré a Lima y hasta hoy no he
podido visitar el lago Titicaca. A cada pueblo que visito mi fascinación se
acrecienta, ya sea por el paisaje o por la gente…Creo que entre los mareos
y el dolor de cabeza algo mágico penetró
en mí.
Los días pasaron entre el asombro y admiración. Sobre todo en las comunidades más alejadas, donde
la mirada de incertidumbre de la población quechuablante cuestionaba mi
existencia… El dirigente comunero que me apoyaba en la traducción, habrá
logrado hacerme entender (?)...
III
Hoy regreso a Lima luego de cumplir
con mis labores. Pero antes visitaré al místico lago Titicaca. Es por ese
motivo que presuroso voy por el mercado, realizaré algunas compras para llevar
regalos a la familia. Luego de culminar me disponía a retirarme, pero un ligero
lamento llamó mi atención… La bulla del mercado era predominante, aun así ese
sollozo penetró en mí, lo escuchaba con nitidez y estaba reavivando el dolor de
mi cabeza, como el soroche. Inconscientemente buscaba entre los puestos de
venta. Ya me angustiaba porque el lloriqueo se
hacía más intenso, hasta que llegué como conducido por alguien. En la
vereda estaba sentado un niño con la mirada fija en el suelo, sollozaba sin
expresar nada en su rostro, como si las lágrimas se le hubieran agotado y solo
le quedara el lamento de ese sollozo.
— Hola —le dije— ¿conoces el lago Titicaca? Necesito un guía.
—
Me pagarás —respondió interesado el niño
—
Sí, además podemos almorzar juntos. ¿qué dices?
—
Está bien señor.
— Entonces vamos; dejaré estos paquetes en mi hospedaje y luego vamos.
Le ofrecí comprarle unos zapatos; pero el niño no aceptó. Las zapatillas
que tenía eran viejas, anchas y sin pasadores. Su ropa era grande para su
tamaño, el sombrero le cubría casi toda la cara. No aceptaba a pesar de mi
insistencia. Solo me dijo su nombre: Pedrito.
—
¿Por qué estabas llorando? —le pregunté.
— No estaba llorando, solo descansaba —me respondió sorprendido.
En
el camino le insistía, pero el niño se negaba. En todo momento decía que no
había llorado ¿y si está diciendo la verdad?… entonces solo son los ruidos de
mi cabeza que aún no se recupera totalmente del soroche.
El sol brillaba más de lo normal. Cuando
llegamos el niño corrió hacia el lago.
Sus mejillas oscuras y cuarteadas fueron cubiertas por la brisa que
salió a su encuentro y su rostro se
iluminó por un instante, fue como un abrazo entre un niño y su padre. Se sacó
las zapatillas para remojar sus piececitos ¿qué extraño? me acerqué a él para
advertirle que se puede enfermar; pero el niño no me escuchaba, su mirada recorría el lago más allá del
horizonte. Me llamó la atención sus pies, y por fin pude entender por qué no
quería unos zapatos nuevos a su medida… Sus piececitos cuarteados tenían las
plantas endurecidas por un enorme callo que cubría todo el pie, lo
suficientemente duro para caminar descalzo por los cerros de los Andes y soportar
las frías aguas del lago. Tocarle las plantas de sus pies hasta hoy hace
retumbar mi corazón.
Abordamos un bote y navegamos por el
inmenso lago. Pedrito mira fijamente el horizonte, una ligera sonrisa se impone
al viento que azota su tierno rostro. Tiene las zapatillas puestas pero yo
seguía viendo y sintiendo esa dureza en las plantas de sus pies, los comparaba con los pies de mis hijos ¿cómo
puede endurecerse tanto los pies de un niño?
— Mire señor, allá están las islas
flotantes, son hechas de totora; en cada una de ellas vive una comunidad de
ocho o diez familias. Yo vivía con mi tío en una de ellas. Tienen que juntarse
en grupos y atarse para aguantar el fuerte viento por las noches. A veces el
viento se impone y las islas amanecen por cualquier lugar; cuando esto ocurre,
los hombres tienen que meterse al lago para empujar sus islas, jalarlas con
botes y juntarlas otra vez.
El comentario de Pedrito atrajo la
atención de las demás personas que viajaban en el bote. Había también varios
turistas. Entre todos rodearon al niño para escucharlo. En ese momento el
hermoso paisaje del lago se complementó con el ambiente generado por los
relatos del niño; hablaba de cómo era su vida
cuando tenía que pastear sus llamas y de cómo trató de ir a la escuelita
de su comunidad; hasta el momento en que se vino a la ciudad siguiendo a su tío
para trabajar. El niño hablaba con fluidez, como si el relato ya estuviera
programado en su mente. El conductor del bote mira a Pedrito sonriendo, menea
la cabeza al verlo pedir una propina a todos los tripulantes, extendiendo su
sobrero.
Al culminar el recorrido por el lago
llegó el momento de despedirnos y entregué a Pedrito el dinero acordado por sus
servicios como guía. El niño guardó el dinero junto con lo que había recaudado
en el bote.
— Llevaré este dinero a mi comunidad,
para mis hermanos. Gracias señor —me dijo con la mirada larga y
extendida. Limpió sus zapatillas… y se fue.
El lago sagrado de los Incas agita sus aguas como queriendo seguir las
huellas de Pedrito; sus pasos también arrastran mi atención hasta verlo
desaparecer entre la gente… No recuerdo más detalles de la visita al lago. Solo
tengo en mis manos la viva sensación de esos piececitos duros, como muchos
corazones.
IV
Al llegar a mi habitación decido tomar un merecido descanso, antes de
preparar el equipaje… Pero se hace tarde, mejor postergo mi viaje a Lima para
mañana. Hoy ha sido un día intenso, necesito reposar, porque la sonrisa de
María y los pies de Pedrito pueden desbordar mi razón…
Unas fuertes campanadas me despiertan, resuenan en mi cabeza que cada vez
debe estar peor; no les doy atención pero insisten, parecen reales. El
estruendo continúa e invade la habitación, ahora sí estoy más seguro, son de
alguna capilla cercana. Ya me estaba preocupando ¡no son los ruidos de mi
cabeza!... Solo así recupero la calma para
poder continuar con mi descanso. Pero tres campanadas, ahora más fuertes, atraviesan la puerta de la
habitación; otras tres me tomaron del brazo; y tres más me sacaron a empujones…
¡Voy a la misa! ¡La misa de los Andes!
Lluvia y frío en las calles. Llegué tercero a la capilla. Aún no prenden
los faroles, solo unas velas con su débil luz batallan con las sombras. Cerca
del altar, un señor con su pequeño hijo acomodan las bancas. El niño se desplaza como un gorrioncillo
vivaz, empujando con sus manitas las pesadas bancas. Me acerqué a saludarlos y
les ayude. Me sentía como en casa.
— Cuál es tu nombre —le pregunté al
niño.
—
Me llamo David — me respondió.
Por su tamaño el niño debe tener unos cinco años de edad (él no sabía su
edad). Luego de prender más velas los invité a tomar emoliente y salimos de la
capilla. En la calle todavía no encienden las luces, estaba oscuro. Compré una
porción de cancha y se la di al niño; su padre hablaba poco, no pronunciaba
bien el castellano. La gente comenzó a llegar. También llegó Nena la hermanita
menor de David. A un costado del altar se instaló el coro, eran niños y niñas
campesinas.
Las luces se encendieron. En un extremo de la capilla se podía leer:
¡Reconciliarnos hoy, acompañando a los crucificados,
hacia la pascua!
El coro de
niños comenzó a cantar. ¡Ahí estaba David! Ahora lo podía ver mejor. Su
pantalón era ancho, la chompa y casaca también; sus zapatillas grandes, viejas
y sin pasadores... (?) Veía su rostro con claridad. Sus mejillas oscuras y
cuarteadas por la helada resplandecían con su sonrisa, sus ojos bailaban al
compás de su canto de alabanza a Jesús; melodía dulce y penetrante como las
caricias de una madre. Por momentos mis ojos fijaban la atención en las
zapatillas de David…”grandes, viejas y sin pasadores”.
En Lima, las pocas veces que iba a misa, me ubicaba tras la última fila.
Pero ahora NO, me ubiqué en la primera, junto a Nena y otros niños. Comenzó la
misa. Esta vez recé, canté; nos dimos el abrazo de paz con los niños y
campesinos más cercanos…Y contemplando la larga fila de comuneros para
comulgar, yo acompañaba con las palmas al coro de los niños. Al final el sacerdote
con un balde y un cucharón echaba el agua bendita en las manos de los
asistentes. También recibí de esa agua… Con el movimiento de la gente la luz
llegaba intermitente hasta el suelo, con un poco de esfuerzo observé que todos
los niños y niñas tenían zapatillas viejas, anchas y sin pasadores… ¡La presencia de los pies de Pedrito inundó
la capilla! pero mi cabeza comenzó a
explotar otra vez, al ver también la sonrisa libre de María, reflejada en todas
las señoras que se echaban el agua bendita en el rostro… Cierro y abro los ojos
para corroborar, pero ahora las imágenes son más nítidas con los ojos cerrados.
Así terminó la mejor misa que he vivido. Al salir de la capilla los
campesinos y campesinas se van comentando; entre un fluido quechua y un
entrecortado castellano, pude entender
que mañana se realizará una asamblea comunal, es como otra misa; pero no será en la parroquia, se realizará en
la plaza central del pueblo; no la dirigirá el sacerdote, la va a conducir el alcalde…
No habrá coro de niños, pero estarán presentes los dirigentes de las
comunidades campesinas, quienes proclamarán sus demandas y propuestas como
melodías de justicia. Porque en las
asambleas de pobladores, también se renueva la alianza con Jesús.
No recuerdo si dormí esa noche, el sonido del viento y los truenos se
encargaron de mantenerme atento al silbido del Ichu, conocido también como la
“paja brava”, porque crece espontánea en los páramos andinos; desafiando
lluvias y heladas; para acompañar desde
siempre al hombre andino y dar cobijo a la vida. Ichu significa: llevar una criatura en la mano (en la
lengua Aymara)
V
Con algunas de mis maletas llenas de regalos para mis hijos, otras llenas
de incertidumbre para mí; el autobús emprende el viaje de retorno a Lima. Las
nubes y el frío, eternos guardianes de los Andes, vigilarán nuestra retirada
hasta bajar a la costa. Por las ventanas puedo ver la extensa planicie cubierta
de Ichu y cientos de hombres, mujeres y niños en sus bicicletas rumbo a sus
labores diarias, algunos a trabajar en la ciudad, otros a cuidar sus campos. Y
los niños a las escuelas.
En el trayecto nos cruzábamos con
rebaños de llamas y alpacas, varias dejaban de pastear para vernos
pasar; porque el enorme autobús llamaba su atención. El pastor agita su honda y
a pedradas mantiene el rebaño unido. Los perros van tras las llamas rebeldes.
Durante el viaje tropecé con la mirada de varios pastores... Solo un ligero
malestar queda del soroche, pero aún siento el sabor de la hoja de coca en mis
labios. Cada bache del autobús ordena mis recuerdos. Contemplando las oscuras
nubes revivo la generosidad de María y su
amplia sonrisa de libertad. La sensación de las endurecidas plantas de los pies
de Pedrito aún recorre todo mi cuerpo; y
los cantos de David fluyen por mi alma para alentar la firmeza de no expirar…
¿Existirán realmente? ¿Me creerán en Lima cuando comente lo que he vivido en
Puno?...Mejor dejo de angustiarme. Esperaré a que pase totalmente los efectos
del soroche y el sabor de la hoja de coca. Quizá entonces pueda tener todo más
claro en mi mente.
Los Andes son como una inmensa capilla, con las ventanas y puertas abiertas
para ver y entrar en ella. Con ángeles recorriendo la ciudad, como vigilantes
sigilosos, que intervienen ante la adversidad cotidiana para proteger a los
herederos directos de nuestros ancestros. En esta gran capilla nos tropezamos con
ángeles a cada instante, en la esperanza que fluye desde las comunidades hacia
la ciudad y el país. También nos encontramos con ellos en las coloridas fiestas
donde se genera un calor humano capaz de replegar al frío de los Andes y al
frío de la indiferencia. Creo que por estar más cerca del cielo aquí la misa es
eterna, desde que llegué a Puno lo sentí
así; sin fronteras, de cara al infinito y cubierto con la brisa del TITICACA:
el lago sagrado de los Incas.
VES, 2005
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