Ella ya estaba sentada en la cama, cómodamente recostada
sobre una almohada. Sábanas blancas y sosiego se imponían en una habitación
conectada a la serenidad de su rostro fresco, altivo y alegre. En la cama, y sobre sus piernas, estaban
sus libros esperándome como todas las noches. Ahora sé que eran novelas, pero en
ese entonces para mí eran palomas, torres, carros o aviones; según el juego de
ese momento feliz y eterno a su lado.
Así eran mis noches de niño. Ella salía a trabajar
por las mañanas todos los días. Me cansé de llorar hasta acostumbrarme a esperarla, arropado en la imagen de su sonrisa y resintiendo sus caricias, hasta
que las penumbras anunciaban su retorno.
No recuerdo noches en que mi madre no leyera. Ella tenía
cajas de libros bajo la cama, las novelas policiales eran sus favoritas. Todas
las semanas compraba libros y me llevaba con ella. Ese era otro espacio mágico, con destellos de colores recorriendo las caratulas que me hacían bambolear entre los estantes. La seguía sujetándome
en mí mismo para no levitar con el aroma de los libros nuevos… hasta que ella escogía uno o dos libros, dejando los
otros que yo había “elegido”.
"Ya es tarde, tienes que dormir" me decía, acariciando mis cabellos con una mano, mientras que con la otra sujetaba con destreza el libro abierto... Creo que a
través de sus manos sentía lo que ella leía, porque su ceño fruncido, sus muecas y sonrisa, también me anunciaban algo más de su lectura, antes de quedar dormido en su regazo.
Así leía con mi madre, así leo hasta ahora,
totalmente conectado a ella, porque mis libros abiertos son las extensiones de
sus manos laboriosas.
¡Gracias madre! ¡Gracias Libro!
Javier Bernaola
Hijo Predilecto de la Ciudad de Villa el Salvador
Premio Nacional “Miguel Grau” 2013